QUE SIGNIFICA SER HOY COMUNISTA?
Hoy día hablar de comunismo no está muy "de moda"; es más, a cualquiera
que se precie de defenderlo, el discurso dominante con mucha facilidad
puede tildarlo de anacrónico, desfasado, dinosaurio de tiempos idos.
Quizá, jugando con los versos de Rafael de León, podría decírsele:
¿comunismo? "¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales!
Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales".
Aunque la caída del muro de Berlín –y con esa caída, la puesta entre
paréntesis de los sueños de transformación del mundo– ha abierto una
serie de interrogantes aún por responderse respecto al socialismo real,
la pregunta que da título al presente escrito necesita hoy de imperiosas
respuestas, quizá más imperiosas y urgentes que años atrás.
Desde el surgimiento del pensamiento anticapitalista en los albores de
la gran industria europea, allá por el siglo XIX, e incluso después de
la puesta en marcha de las primeras experiencias socialistas en el siglo
XX, con la Rusia bolchevique, con la República Popular China, estaba
bastante claro qué significaba ser comunista. Hoy, a inicios del siglo
XXI, luego de toda el agua corrida bajo el puente, la pregunta tiene más
vigencia que antes incluso.
Las verdades que inaugura el Manifiesto Comunista en 1848 siguen siendo
válidas aún hoy; y sin duda, en tanto verdades universales, lo serán
por siempre dado que develan estructuras de la naturaleza social misma:
la explotación a partir de la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de
clases como motor de la historia, la violencia en tanto "partera de la
historia", las revoluciones sociales como momento de superación de fases
de desarrollo que signan el devenir humano. Todas estas verdades son
expresión de un saber, por así decir, objetivo, neutro, científico en el
sentido moderno de la palabra –los conceptos científicos no tienen
color político–. Otra cosa es el llamado a la práctica que esas
formulaciones teóricas posibilitan, es decir: la acción política; y para
el caso, la revolución.
Dicho rápidamente: el comunismo como expresión teórica y como práctica
política no ha muerto porque la realidad que le dio origen –la
explotación de clase, las distintas formas de opresión de unos seres
humanos sobre otros seres humanos (de clase, de género, étnica)– no ha
desaparecido. En tanto persistan las inequidades y las diversas formas
de explotación humana, el comunismo en tanto aspiración justiciera
seguirá vigente.
Con la desaparición del campo socialista de Europa del Este hacia la
década de los 90 del pasado siglo, la vorágine triunfalista del
capitalismo ganador de la guerra fría arrastró al mundo a una suerte de
aturdimiento intelectual, presentando el descrédito del comunismo como
la demostración de su inviabilidad. Tan grande fue el golpe que, por
algún momento, la prédica triunfal pareció ser verdadera: el comunismo
no era posible. Y todos llegamos a creerlo.
Hoy, a más de quince años de esos acontecimientos, con una China que ha
tomado caminos que, si bien no han derrumbado el comunismo al menos
abre interrogantes sobre lo que el mismo significa, y con un talante
planetario donde decirse de izquierda conlleva una carga casi
despectiva, vale la pena –más bien: es imprescindible– plantearse la
pregunta: ¿qué significa en la actualidad ser comunista?
Las injusticias, la explotación, la apropiación del trabajo ajeno, la
lucha de clases, todo ello sigue siendo la esencia de las relaciones
sociales. Es más: caída la experiencia soviética, el capitalismo ganador
ha avasallado conquistas de los trabajadores conseguidas con sangre
durante décadas de lucha, entronizando un modelo neoliberal que
retrotrae peligrosamente la historia. Capitalismo triunfante, por otro
lado, que se alza unilateral, insolente, con una potencia militar
hegemónica –Estados Unidos de América– dispuesta a todo, con una
posición provocativa que puede llevar al mundo a un holocausto nuclear, y
que no ofrece –ni lo pretende, pero además, no podría lograrlo–
soluciones reales a los problemas crónicos de la humanidad. Capitalismo
triunfante sobre las primeras experiencias socialistas habidas pero que,
pese a un descomunal desarrollo científico-técnico, no consigue
remediar los males humanos de la pobreza, de la escasez, de la
desprotección. Si todo esto continúa, –y tal como van las cosas,
pareciera que tiende a aumentar– el comunismo, en tanto expresión de
reacción ante tanta injusticia, lejos de desaparecer tiene más razón de
ser que nunca.
Las vías de construcción de los primeros socialismos, por innumerables y
complejas causas, quedaron dañadas. Pero de ningún modo ello autoriza a
decir que las injusticias desaparecieron, y menos aún que las
expresiones de búsqueda de mayor armonía y equidad social se hundieron
igualmente.
Hoy por hoy, aunque el discurso hegemónico ha llevado los valores del
capitalismo triunfal a un endiosamiento nunca antes visto en otros
modelos sociales, la protesta de los excluidos sigue estando. Y pasados
los primeros años del aturdimiento post guerra fría, vuelve a hacerse
notar. Dicho así, entonces, el comunismo no ha desaparecido y está muy
lejos de desaparecer, porque las injusticias continúan siendo la esencia
cotidiana de la vida de los seres humanos. ¿Pero por qué este rechazo
en decirnos claramente, con todas las letras, "comunistas"? ¿Pasó a ser
el comunismo una "pamplina de chavales"?
Las injusticias y las protestas continúan. Aunque la voz triunfal del
capitalismo se levantó sobre la emblemática caída del muro de Berlín
proclamando que "la historia terminó", a cada paso la experiencia nos
demuestra que ello no es así. Para prueba, ahí están los movimientos que
recorren nuevamente Latinoamérica, protestas y reivindicaciones
campesinas, la Revolución Bolivariana en Venezuela como propuesta de una
integración continental alternativa a los tratados de "libre" comercio
impuestos por Washington; ahí está la reacción de los pueblos europeos
diciendo "no" a una constitución política ultraliberal centrada en el
gran capital que intenta desconocer conquistas populares históricas y
desmontar los estados de bienestar; ahí está la resistencia iraquí; ahí
está el pueblo palestino alzándose contra el genocidio. Protestas éstas a
las que debe sumársele un amplísimo abanico de fuerzas contestatarias,
progresistas, propulsoras también de cambios sociales: ahí está la
reivindicación del género femenino ganando espacio día a día; ahí están
todas las luchas antirracistas a partir de las reivindicaciones étnicas;
ahí está una conciencia ecológica que va ganando terreno en todo el
mundo para ponerle freno a la voracidad consumista y a la depredación
planetaria realizada en nombre del lucro privado; ahí está un sinnúmero
de voces que se alzan contra diversas formas de discriminación y/o
opresión –sexual, cultural, contra la guerra, por derechos específicos–.
¿Son comunistas todas estas expresiones?
Sin dudas nadie se atreve a llamarlas así hoy día. Lo cual nos lleva a
las siguientes reflexiones: a) la prédica anticomunista que la humanidad
vivió por años durante prácticamente todo el siglo XX ha tornado al
comunismo un siniestro monstruo innombrable, y b) hay que redefinir, hoy
por hoy, qué significa ser comunista.
Sobre la primera consideración no es necesario explayarnos demasiado;
archisabido es que si un fantasma comenzaba a recorrer Europa a mediados
del siglo XIX, el fantasma que recorrió el mundo con una fuerza
inusitada durante el XX se encargó de satanizar con ribetes increíbles
todo lo que sonara a "crítico", a "contestatario", haciendo del término
comunismo sinónimo inmediato del mal, de terror, de fatalidad
deplorable, diabólica y pérfida, presentificación en la Tierra del peor y
más deleznable de los infiernos. La prédica, por cierto, dio resultado.
Pero más allá de esta consecuencia producto de una despiadada política
desinformativa del capitalismo, ¿por qué hoy día es tan difícil
reconocerse comunista?
Ello lleva a la otra consideración que mencionábamos: ¿se puede,
efectivamente, seguir siendo comunista hoy día? Pero, ¿qué significa ser
comunista?
El comunismo, en tanto formulación conceptual en buena medida recogido
en esa brillante creación intelectual que fue su Manifiesto publicado
por Marx y Engels a mediados del siglo XIX, se mueve en el ámbito de lo
sociopolítico, sea como lectura crítica, sea como guía para la acción
práctica. El meollo toral de todo su andamiaje pasa por la lucha de
clases sociales, motor último de la historia humana. Si contra algo
luchan los comunistas, buscando su superación justamente, es contra la
injusticia social, contra la explotación del hombre por el hombre. En
tal sentido, comunismo es sinónimo de "búsqueda de la igualdad". Siendo
así, entonces, el comunismo no está muerto: la igualdad social entre los
seres humanos sigue siendo una agenda pendiente. Por tanto, su búsqueda
continúa siendo una aspiración comunista en el sentido más cabal del
término. Otra cuestión –que no tocaremos acá– es el tipo de medios a
utilizarse para la concreción de la tarea: guerra popular prolongada,
lucha armada de una vanguardia, incidencia parlamentaria, elecciones
presidenciales en el ámbito de la democracia representativa.
Seguramente por miedo, por efecto de la monumental propaganda
anticomunista desplegada en décadas pasadas, por cuestionables
experiencias que nos dejó el socialismo real, o por una sumatoria de
todas estas causas, hoy día la tendencia no es usar el término
"comunista"; por el contrario, quienes portaban ese nombre se lo han
sacado de encima. La "moda" anda por otro lado.
Pero más allá de "modas", el estado de inequidad que dio nacimiento a
un pensamiento comunista un siglo y medio atrás aún sigue vigente. Por
tanto, con las adecuaciones del caso, sigue también vigente el
instrumento forjado para enfrentarlo. A quienes seguimos creyendo que es
necesario buscar un mundo más justo, más solidario, más equitativo,
¿nos da miedo llamarnos hoy comunistas? ¿Nos avergüenza el estalinismo,
las "dictaduras del proletariado" que tuvieron lugar en el socialismo
real? (más dictaduras que otra cosa). ¿Realmente logró mellarnos la
propaganda capitalista con su inacabable cantinela anticomunista?
¿Ganamos algo cambiándonos el nombre? ¿Qué ganamos?
Sin dudas lo que propone el Manifiesto Comunista de 1848, aunque sigue
siendo válido en su núcleo, necesita adecuaciones. Un siglo y medio no
es poco, y muchas cosas, por diversos motivos, no fueron consideradas en
aquel entonces. El comunismo se ocupó de la lucha de clases pero dejó
fuera otras opresiones: no puso particular énfasis en la explotación del
género masculino sobre el femenino ni consideró la temática de las
discriminaciones étnicas. Por el contrario, incluso, peca de cierto
eurocentrismo civilizatorio.
Tal como se dijo anteriormente, en la actualidad asistimos a un
sinnúmero de fuerzas progresistas que, sin decirse comunistas, abren una
crítica sobre los poderes constituidos, sobre el ejercicio de esos
poderes, sobre las distintas formas de opresión vigentes. Fuerzas, en
definitiva, que buscan también un mundo más justo, más solidario, más
equitativo. Fuerzas que sin llamarse comunistas en sentido estricto, son
definitivamente comunistas en su proyecto, en tanto entendemos que
comunismo es la búsqueda de "otro mundo posible", ese mundo más justo,
más solidario, más equitativo.
Y esto, elípticamente, contesta la pregunta inaugural: ser comunista
–aunque hoy día asuste, incomode o fastidie el término, aunque esté
"pasado de moda" llamarse así, aunque su uso fuerce un debate en torno a
qué entender por revolución y cómo lograr la justicia–, ser comunista,
entonces, no es una "pamplina", pasajera "figuración de chaval". Es
luchar por un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Esa lucha,
por tanto, no se agota con una nueva organización económico-social, con
una nueva relación de fuerzas en torno a las clases sociales; necesita
también de cambios en la relación de poderes entre los géneros, en la
consideración del otro distinto, en el respeto a la diversidad.
Creo que después del aturdimiento de la caída del muro –que provocó
mucho ruido, sin dudas– ya va siendo hora de dos cosas: 1) quitarnos el
miedo, el estigma de usar la palabra "comunismo", y 2) sobre la base de
las lecciones aprendidas en el siglo XX, abrir un serio debate no sobre
cómo nos designaremos (¿no nos gusta "comunista"?, ¿es mejor decirse "de
izquierda"?, ¿queda más elegante "revolucionario"?, ¿y qué tal
"luchadores por la justicia"?) sino sobre cómo lograr efectivamente ese
mundo más justo, más solidario, más equitativo